domingo, abril 15, 2007

La decisión y la ejecución

San Mauricio y la legión tebana, de El Greco




Dos pinturas conviven en El Escorial, las dos tratan el mismo tema, las dos se asemejan en la forma, pero una mirada atenta a cada una, conducen a establecer diferencias sustanciales que tienen que ver con la visión del artista sobre el tema, con el poder de quien encarga el cuadro y con el arte entendido como forma de propaganda y de contra propaganda. Se trata de San Mauricio y la Legión Tebana, de el Greco, y del Martirio de San Mauricio, de Rómulo Cincinnato.

El Escorial es más que un edificio admirable, más que una monumento que se puede visitar, más que la Iglesia-convento-palacio que mandara construir Felipe II, más que un retazo de la historia no bien conocida que liga a un monarca con un edificio de piedra construido magníficamente por capricho. Visitarlo no es conocerlo y desde luego visitándolo una vez no alcanza a "ser", en el sentido de estar presente en la inteligencia del visitante ocasional. Le pasa a El Escorial lo que le pasa a la Acrópolis de Atenas o a los templos griegos de Paestum, que siendo únicos, instalados en la tierra que les da cobijo, crean con su sola presencia un mundo en el que cabe entrar, sobrecogidos por el hecho, casual tal vez, de que en su estar presentes y llamarnos, representen una síntesis del tiempo histórico en que se levantaron, del pensamiento histórico que los albergó, del sueño magnífico de superación del hombre sobre el tiempo. A los tres edificios que he nombrado, les corresponde estar en el presente que es la eternidad, única eternidad que ciertamente existe, pues el presente nunca deja de ser, aunque nosotros lo abandonemos.

Empiezo así este comentario que se va a referir a dos pinturas, porque sin el marco no existirían: se trata de pinturas de encargo. Y también por la razón de que entre El Escorial y yo existe una relación familiar que me atrevería a llamar metafísica. Yo amo con devoción la perfección del edificio, su fusión con el paisaje, su estar bajo el cielo azul de la sierra de Madrid, luminoso donde puede ser luminoso un color, edificio de luz y sobriedad. El emplazamiento está en la ladera sur de la montaña que cobija mi prado, este en la parte norte. Es el mismo bosque el que asciende a la cumbre desde mi lado y baja después hacia el otro hasta alcanzar el llano y detenerse en las primeras casas de la población. El edificio se asienta en una explanada que se construyó artificialmente en la falda de la montaña, de enormes proporciones, allanando el terreno que debía soportar aquella mole que desde el proyecto inicial hasta el resultado final fue mudando de aspecto, tamaño y empaque, hasta llegar a ser una muestra de la perfección renacentista en un estilo, poco corriente entonces, que se llamó desadornado: desadorno este que tenía que ver con la sobria espiritualidad de quienes lo concibieron.

Alberga un espléndido museo de pintura que reunió allí el rey Felipe, gran conocedor de muchas artes, arquitecto frustrado aunque suya fue la arquitectura de una suma de reynos y lugares, frustrado porque hubo de reinar. De este Felipe se dice tanto en negro que convendría conocerle mejor y llevarse de él un tono más humano, que lo tuvo; un mejor colorido vital, que lo tuvo también. Preocupado por los símbolos del poder, nada dado a la extravagancia ni al derroche suntuario, concibió el edificio como la síntesis del poder terrenal y el poder divino y allí reunió la más completa biblioteca, compilación del saber de su tiempo, y una muestra de pintura en telas y frescos, colección de arte puesta al servicio de la simbología. Nada se proyectó por casualidad y baste un detalle: el acceso principal, el portón de entrada a la basílica que desemboca en el Patio de los Reyes Sabios de Israel, pasa por debajo de la biblioteca, de tal manera que en un solo eje el visitante pasa bajo el saber de todos los tiempos, entra en el patio de la sabiduría inicial que proyectó el Templo de Jerusalén y penetra en la Basílica, al final de cuyo eje está el altar mayor.

En el museo que reune la pintura que albergaron los palacios y las dependencias de Iglesia y Convento, presidiendo una de las salas de blancas paredes, se muestra al visitante, espléndido de traza y color, una obra de ejecución maestra: San Mauricio y la legión tebana. Lo encargó el rey al Greco, de quien había oído hablar y tenía buenas referencias. Acudían por entonces pintores de Italia y de España para trabajar en pinturas de encargo y presentaban bocetos y trazas con la esperanza de alcanzar el premio de la orden para la ejecución. El mismo Miguel Ángel envió, viejo ya, un proyecto de arquitectura del Sagrario, que no se aceptó: sus razones tendría el monarca. Lo cierto es que decidió pedirle al pintor afincado en Toledo, famoso ya, una pintura de tema que debía ser religioso y llamar a devoción a quien lo contemplara, de acuerdo con las indicaciones marcadas por el Concilio de Trento.

La pintura está ahí, el tema se resume. Una legión de Roma acuartelada en Egipto, de la que todos sus integrantes eran cristianos, recibió la orden de rendir culto y ofrecer sacrificio a los dioses paganos: se negaron, del primero al último. Fue diezmada como castigo, es decir, ejecutado un hombre de cada diez a modo ejemplar, y siguió negándose; los primeros sus mandos: el superior Mauricio. Condenada a muerte por el emperador, por desobediencia, pasaron todos sus integrantes por la espada del verdugo.

Pintó el cuadro El Greco y está claro que meditó el tema y abocetó una distribución del cuadro en partes, que narraban la historia en su completa complejidad. Los oficiales de la legión, el primer plano y el de mayor tamaño, se reunen para decidir la decisión a tomar; en un plano paralelo y menor, a la izquierda del cuadro, la larga fila de soldados viene sumisa hacia el verdugo, justamente en el plano primero, en tierra, el cadaver decapitado de un soldado: arriba el rompimiento de la gloria, el cielo, la morada que espera a los mártires. La ejecución es perfecta, y tiene para mi un elemento especial: me parece que es uno de los Grecos más racionales y menos espirituales que pintara Domenico Teotocopulos. No alcanza la febril mística que se consume en el aire que rodea a los personajes ni muestra la expresividad del hombre convertido en espíritu, flamígero, ardiendo en fríos blancos y azules, de ojos profundos y extraviados en la contemplación de un´infinito que a los demás se les escapa. No, este San Mauricio del Greco es un cuadro de indiscutible autoría, pero los personajes tienen una estilización contenida, son retratos de los nobles que rodean al rey, de sus capitanes: ahí están Juan de Austria y Filiberto de Saboya, los capitanes de la lucha contra la herejía.

Encargado el cuadro para un lateral del altar, el rey tras contemplarlo decide quedarse con él, pues debió de gustarle, pero llevarlo a la sacristía ocultándolo a los ojos del público. No quiso que se viera más que por aquellos que autorizados a entrar en las cámaras de la Iglesia, estaban a salvo, ¿de qué?
Podemos suponer , porque no existe constancia de ello, que el cuadro fue descartado porque no excitaba a la piedad al tener el plano principal dedicado a la conversación entre los oficiales, dejando el martirio real, la escena de la crueldad, en un segundo plano. El Concilio de Trento, explícito, demandaba del arte de su tiempo que excitara a la piedad, que mostrara las bondades de la santidad. ¿Y que era lo que mostraba aquella pintura excelente que el rey juzgó digna de verse en cámara interior y no en el lugar del culto, abierta a los ojos de todos?


Pienso yo que lo que la pintura mostraba, en toda su magnificencia humana, era el acto de desobediencia a un soberano en legítimo uso de su poder; lo que el cuadro nos muestra es la toma de decisión de Mauricio y sus oficiales para negarse a cumplir las ordenes del emperador. Un acto de libertad humana estaba detrás del martirio de los seis mil hombres de la legión, y siendo el martirio tema piadoso y nada controvertido, el hecho de que los oficiales decidieran en reunión de un grupo de ellos desobedecer al emperador, tranfería el sentido del cuadro: de la esencia de la piedad a la esencia de la libre determinación y la desobediencia. Le gustó el cuadro, no el sentido. Este monarca que cambió el nombre de Don Pedro, llamado el cruel, por el de el Justiciero, que nunca perdonó a la ciudad de Ávila el alzamiento contra el rey legítimo, último de los Trastamara, tenía por seguro muy claro que la libre determinación no podía mostrarse en público como hecho piadoso, que podía serlo, siendo como era en realidad un acto de desobediencia susceptible de lesa majestad. Trento era la propaganda del espíritu de la época: el cuadro del griego la contra propaganda favorable a un humanismo militante.

Guardado la pintura en la sacristía, encargó a Rómulo Cincinnato, magnífico pintor italiano, el mismo trabajo con el mismo tema. Hizo este una ejecución tambien magnífica, sin la personalidad dominante de la mirada del Greco, está claro, pero de inspiración italiana, con figuras que evocan a las de Miguel Ángel, cuya obra había visto en Florencia. Sabedor o no del avatar de su antecesor, trató el tema dentro de la más pura ortodoxia: martirio y rompimiento de la gloria. El rey lo aceptó con agrado y lo colgó donde correspondía.



Martirio de San Mauricio de Rómulo Cincinnato.

2 comentarios:

  1. Los españoles hemos sido demoledores con nuestros reyes, supongo que a causa de la historia de los últimos siglos. Leí hace poco la magnífica biografía d'Henry Kamen que, creo, es bastante objectiva, si es que con la historia se puede ser objetivo. Sobre El Escorial tengo pendiente unas evocaciones de mis vistas allí precisamente, así que no me alargo.

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  2. Viví frente a él durante ocho años, y aprendí a conocerlo. Ahora estoy al otro lado de una ontaña, unos 20 kilómetros. Por una u otra razón siempre estoy cerca.

    Si, Kamen es objetivo. La lectura de las cartas a sus hijas desde Lisboa, Isabel Clara Eugencia y Catalina Micaela, son enternecedoras. Como todos caregó con la época y se llenó de claroscuros: no era fácil ser el monarca más poderoros del universo. Fué un post renacentista en la medida en que su padre fué totalmente un caballero del Renacimiento, un salvaje ilustrado, por decirlo de una manera nuestra.

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