martes, marzo 13, 2007

Releer o no releer.

Uno lee sus sueños o es a la inversa; también es posible que ambas cosas sucedan en dos tiempos distintos: inicialmente, en el presente que fué uno lee y cree haber soñado lo que lee, se reencuentra con ello y se hace con lo que lee aprehendiéndolo y guardándolo en sí; después aquello que ha leído se convierte en el sueño, una vaga semblanza de lo que fue, ahora saliendo de dentro afuera como está hecho memoria.


El otro día alguien me decía que tras haber leído El Cuarteto de Alejandría hace veinte años, llevado por la remembranza intentó hacerlo de nuevo y no pasó de las veinte primeras páginas. No se debe volver a Alejandría así como así, le contestaría si lo tuviera delante, o esta Justine ya no es lo que era. He de reconocer que yo tuve una enorme simpatía por ese personaje hasta que Melina Mercouri lo interpretó en una película de Jules Dasin, interpretada junto a Dick Bogarde. En cualquier papel interpretado por la actriz griega (la recuerdo también en una Fedra, mismo director, con Tony Perkins como oponente con el mismo resultado) la imagen fíusica y la gestualidad de la actriz, desde su realidad, canilbalizaba al papel. La película de Dasin destrozó también la Alejandría imaginada durante la lectura hasta el extremo de desconcertarme: seguía fiel a mi recuerdo de El Cuarteto, pero las imágenes aportadas por el cine contradecían las que yo había construido durante la lectura, aunque prevalecía sobre aquellas.


Fuera como fuera, durante casi treinta años he guardado una frase de Purserwaden, que aparece, en Balthazar en la memoria y ha menudo la he usado como referente en mi conversación. La busqué el mismo día en que este amigo me confesó su desilusión ante el segundo intento de releer el texto y descubrí que, asombrosamente, a lo largo de esos años, la frase real escrita por Durrell se había convertido en otra adaptada para mi a otra realidad. No eran la misma frase las dos versiones, no referían la misma cosa ni acotaban realidades semejantes.


En el ínterin fui a Alejandría y también debo escribir que no era la misma que yo construí a partir del texto de Durrell. NO puedo describir las facetas de mi desolación, sus propiedades en concreto, porque no las recuerdo, pero si se que una sola coincidencia entre el recuerdo de lo leído e interpretado y la realidad, me satisfacía: el sol, la luz. En mi indagación de hace unos días busqué en el texto referencias a la luz y no encontré demasiadas: debía yo imaginar la luz que llevaba dentro por otras causas, por otros sueños.


Si, al cabo de los años, leí Miramar de Mafouz. Hace un año, no más, que leí reposadamente ese libro en la espera en el hospital en que convalecía Ana. Leí la novela junto a un ventanal que daba a las colinas que señalan los márgenes de la Autovía de La Coruña, la leí con las pausas de algunas visitas, en ocasiones a la escasa luz de la habitación de un hospital, cuando el silencio invadía la planta y yo encontraba un espacio de soledad y ensimismamiento. En la Alejandría de Mafouz sobrepuse la que había visitado yo y encajaba. Tenía escenario y luz, y texto: lo que Mafouz me brindaba yo lo tomé con delectación, supongo que con la misma delectación con que tomé treinta años atrás El Cuarteto de Durrell. Curiosamente los dos libros tienen una arquitectura similar: en ambos casos se trata de una historia narrada desde varios personajes , cada cual con su versión de la misma realidad, aunque debería escribir con la realidad propia de cada uno referida al mismo hecho. ¿Me pasaría de aquí diez o quince años el mismo desapego que he sentido ahora con El Cuarteto?


Leemos lo que leemos cuando corresponde, y este corresponder tiene que ver con nuestra realidad más cercana, más inmediata. Leer es una necesidad vital cuando nos hemos hecho a ella, pero esa vitalidad no se reduce al mecánico leer sino que es en realidad el nada mecánico acto de aprehender e interiorizar, a la par que construímos nuestra identidad con las palabras y las historias de otros. De ahú, supongo, que viene a suceder que abierto un libro descubramos en las primeras líneas que no debemos seguir, por exigencias cualitativas o por rehuir el aburrimiento. Ante un libro nos sucede lo que ante una persona con la que acabamos de trabar conocimiento, que si no sentimos empatía, nos despedimos con cordialidad para no vernos más. Nos atrae el libro que necesitamos, que es la manera más fácil de llegar a la lectura.


Hace años me propuse leer a Proust de una vez por todas, sabedor de que es probablemente uno de los hitos de la literatura, más citado y menos leído. Es difícil entrar en él, lo reconozco, es complicado asomarse a esa corriente inabordable de palabras que describen la realidad de manera tan minuciosa y pausada, tan cercana a los gestos y a los pensamientos, que el lector ocasional (porque no ha decidido todavía quedarse en las páginas del libro, del primer libro) siente la necesidad inmediata de cerrar el volumen abierto, no sin antes asegurarse de que en páginas posteriores sigue lo mismo. No comprende ese lector ocasional, que esa realidad que le abruma es justamente el más irreal de los universos porque se trata del de la memoria, en la que los hechos no solamente suceden (ya lo han hecho) sino que son revisados y comprendidos. Esa es la misión del lector, ejercer la memoria del autor antes incluso de poder usar de la suya. Comprender que la irrealidad que es el pasado conduce a la construcción de un presente que se manifiesta en el último volumen, en las últimas páginas.

Yo tuve que hacer empeño de la lectura de "La Busca del Tiempo Perdido" hasta que sin percibirlo pasó del esfuerzo de seguir leyendo a la delectación de estar allí. Y en este caso, debo reconocerlo, la memoria mía, al cabo de los años (lo leí con cuarenta y tantos después de haberlo intentado dos veces) no me defrauda ni una letra, ni una coma, ni una palabra. Durante el verano y parte del otoño en que estuve leyendo los cuatro primeros volúmenes, los otros dos los dejé para el verano siguiente, comprendí que yo había entrado en el mundo de Swan y en el de Guermantes y era uno de ellos, voyeur de plaza fija que ahora me escondía tras el papel de un figurante en los salones de la baronesa, o en los hoteles de la playa, o en las casas de París, en los paseos por el bosque, en cualquier lugar y tiempo en que el tiempo se recrea, porque ya lo que fue no es. Me escondí tras camareros, porteros, caminantes, paseantes, la gente real y sin nombre que es necesaria para construir la irrealidad de Proust.


Acabada la lectura descubrí los dos tomos de Painter, el biógrafo de Proust que ha muerto recientemente y entonces, de la mano magistral del autor, me sumergí en la realidad de la irrealidad que acababa de leer, de tal manera que en momentos no sabía bien en cual de los dos escenarios me encontraba, salvo que en el real era el propio Proust el que me abría las puertas de su realidad. George D. Painter afirma en el prólogo que está convencido de que la lectura de la obra de Proust, la obra de su vida, su vida realmente narrada por el habitante de la misma, no puede ser comprendida sin el conocimiento exhaustivo de la biografía de aquel. Contra la tesis de que "La busca del tiempo perdido" es una en si un universo cerrado y autosuficiente para la lectura, Painter afirma que no es así: coincido con él porque he leído ambas y del constante ir y venir entre realidad e irrealidad realista, emerge el lector enriquecido.


Leer es una necesidad vital, una aportación de material para los sueños, un constructor de la identidad y si se ejecuta con esfuerzo, es la misma vida que se va convirtiendo en irreal a medida que los libros y los años pasan y los olvidamos o transformamos. Dice Heráclito que nadie se baña dos veces en el mismo río ya que este y aquel cambían de manera continua, permanentemente. Creo que nadie debe bañarse dos veces en el mismo libro, a no ser que esté dispuesto a salir del elemento enseguida, comprendiendo que ya nada es lo que fué y que el baño no apetece.

3 comentarios:

  1. No suelo releer los libros por hace ya muchos años descubrí lo que expones de manera tan aguda: que lo que hoy emociona y conmociona quizá mañana no significa nada. Coincido contigo en que cada libro tiene su momento en nosotros. Por eso me niego a destruir el buen recuerdo que me haya dejado uno, un recuerdo que, como también señalas, es reconstrucción. De vez en cuando intento la lectura o relectura de aquellas que abandoné, con la esperanza de que haya llegado su momento. A veces es así, a veces no. Tampoco me gustan las películas sobre libros leídos porque rara vez he conseguido que mis imágenes previas, imaginadas, se sobrepongan a las que he visto con mis ojos. Besos, querido luis.

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  2. Pues estamos de acuerdo en todo, Isabel. Que gusto.

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  3. De vez en cuando si he re-leído libros y no me he decepcionado, al contrario, encuentro nuevas letras que en el pasado no les di tanta importancia.
    Subrayo los libros y a los años sonrío por esas lineas. Sonrío antes los sentires del pasado que quizá los vea inmaduros.
    Pero hay tanto tanto tanto que leer que uno debe de seguir.
    En fin.

    Beso

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