viernes, febrero 16, 2007

De la tenacidad de las cosas pequeñas

Después de la tormenta la calma, y después de la agitación la serenidad. Los tiempos de tribulación suelen dejar paso a aquellos otros que se organizan en efectos comprensibles. Con este frío a ráfagas que ni acaba de cuajar ni se va, la primavera se anuncia por los brotes ya de algunos bulbos que asoman sus deditos por la superficie de los parterres. Siempre he admirado la tenacidad de esas pequeñas plantas que se abren paso por entre los terrones helados a los que acaban fragmentando y levantando para asomar con dulzura a la luz del sol y al aire puro. Me maravilla la fuerza de su pequeñez y la tremenda energía de su fragilidad.


Observarlos es una lección de vida para quien quiera aprender de esa actividad. Al decir observarlos quiero decir mirarlos y mirarlos un día si y otro también, no verlos al pasar y esbozar una frase banal que denote el lugar común de la cultura o de la sensibilidad. Mirarlos y mirarlos día tras día es algo así como aprenderlos y aprehenderlos, que siendo dos cosas diferentes, forman en su conjunto una idea total del conocimiento. Mirándolas, uno se hace con las cosas para sí a la vez que las dota de su afecto. Ningún insecto es repulsivo cuando se le ve trajinar con esfuerzo y dedicación, aceptando que no sepa hacer otra cosa e incluso que no tengo elección.


En la naturaleza hay muchos Sísifos condenados a portar la piedra cuesta arriba, pero a diferencia de él, no dejan caer el peso en la inutilidad sino que le sacan el fruto necesario para que el ciclo de la vida continúe. Han nacido para vivir su existencia, tan larga o corta en tiempos subjetivos como corresponda, sin una queja ni una rebeldía y su esfuerzo tenaz por conseguirlo merece la simpatía de quien les contempla y reconoce. Se me dirá que el castigo de Sísifo no fue la inutilidad del esfuerzo sino el hecho de que él estaba condenado a saber de tal inutilidad eternamente, y es cierto. Estos bulbos e insectos no lo saben y en eso resida tal vez una porción de su felicidad, si es que pudieran percibir de alguna manera tal emoción.



Toda observación guarda una lección que está al alcance del descubrimiento: se revela por sí misma a quien con los ojos abiertos la busca. No se requiere más que voluntad. Los bulbos, de los que he hablado al principio permanecen en su lugar cada año, en esta tierra de nieves y hielos y quien esto escribe los deja ahí porque los jardineros de la zona, que son hombres de campo reciclados, así lo hacen y aconsejan, al contrario que los libros de jardinería que recomiendan el sacarlos, limpiarlos y guardarlos entre virutas de madera o serrín en lugar seco y no demasiado luminoso. Las instrucciones expertas de los libros resultan superfluas a simple vista, salvo que sacando los bulbos se acomoda mejor el dividirlos y seleccionar aquellos nuevos que aparecen como adherencias de los anteriores. Para los jardineros del lugar el paisaje resulta más salvaje cuando menos se actúa sobre ellos y de esta manera el acomodo del jardín al lugar real de fuera es más simple y la transición más natural. Los libros y los viveros buscan el esfuerzo de Sísifo en un hacer y deshacer permanente por manos inexpertas que nunca alcanzan el resultado deseado por su inexperiencia e ignorancia, y acaban siempre volviendo al libro o a la tienda para aliviar su frustración.


Uno se pregunta si es aconsejable saber como son las cosas y como se producen; si es bueno sacar lecciones de provecho de observar como un insecto se esfuerza por alcanzar la zona verde del jardín desde la pradera de grava rosa a la que le arrastró el viento. No se pregunta nada, no se rebela, no se abandona a su suerte ni `pierde el ánimo: tenaz e infatigable, sube y baja las minúsculas piedrecillas siempre en dirección al césped o a la linde en que crecen el seto. Ni siquiera se abandona a la desesperación, que debe de ser un atributo humano, pariente directo de la blasfemia. Ah, el insecto no se queja ni blasfema, hace y es así en beneficio propio y de su especie. No puedo afirmar que hiciera lo mismo si tuviera una mínima cantidad de inteligencia, si estuviera dotado para el más mínimo ejercicio de la razón; tal vez entonces empezaría a individualizar la gestión de su esfuerzo y a comparar si en términos relativos con sus congéneres debe hacer más o menos. Probablemente el esfuerzo y la tenacidad no son coincidentes con la razón y el individualismo, pero eso es otra cosa a la que ni los bulbos ni los insectos del jardín llegarán nunca y pienso que es mejor para ellos.


El hombre del prado se ve a veces, a sí mismo, como una cosa pequeña y tenaz cuya única ansia en la vida ha sido sobrevivir. Eso no quiere decir que no haya sido humano y que todas las emociones de aquellos le hayan, en un momento u otro, sido cercanas y concernido. Miedos si ha tenido, y momentos de desesperanza y pocas veces cree haber caído en la desesperación. Siempre ha sabido, como Sísifo, que gran parte de su esfuerzo era inútil y ha guardado su rebeldía entre libros para, sabiendo que está allí, releerla de vez en cuando. Si, él sabe que nadie le puede negar la parte de humanidad que le corresponde, así como la porción de entidad superflua que le convierte en porción desconocida de masa. Cómo los demás le vean es cosa que ya no le importa demasiado, y recuerda que si le importó en otros tiempos de vanidad, pero le agrada, al mirarse hacia atrás, reconocerse como un esforzado insecto en busca de la linde del jardín para alcanzar el seto, o como un bulbo tenaz que sin ansiarlo siquiera alcanzará la luz del sol. Comprende que la única determinación que cabe es la de sobrevivir y respira satisfecho aprendiendo la lección.

2 comentarios:

  1. "En la naturaleza -escribes- hay muchos Sísifos condenados a portar la piedra cuesta arriba, pero a diferencia de él, no dejan caer el peso en la inutilidad". Esta es para mí, exactamente, la diferencia entre naturaleza y cultura.

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  2. No sabes lo que me alegra tu comentario, porque iban por ahí los tiros. Descubrir la diferencia, comprenderla. A fuer de simple debo darte las gracias.

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