martes, enero 02, 2007

La floresta encantada


Hace unos días, mostrando los paisajes cercanos a unos amigos que nos visitaban, decidí tomar una pista forestal sin conocer el destino del camino y me encontré repentinamente en el corazón de un bosque encantado, o encantador, lo mismo da, que es el de la foto. No lo esperaba, ni conocía su existencia; a medida que el coche se adentraba en él íbamos dejando de hablar los ocupantes y solamente, de vez en cuando, se oía alguna palabra que expresaba admiración. Pinos espaciados, un pastizal por terreno y el río crecido por las últimas lluvias en el que chapoteaba dentro de una fresca limpieza, ganado suelto. ¿Que es esto? nos preguntábamos. ¿Es un bosque? No supe que decir, lo que yo buscaba eran unos pinares que descienden por suaves laderas hacia un pueblo que se llama Hoyo de Pinares, en el que antiguamente había una industria de resina de pino, hoy desaparecida. recuerdo haber visto aquellos pinos, hace unos veinte años, heridos por la llaga abierta bajo la que se aguanta el pequeño recipiente de latón, y cayendo dentro de él, esa especie de a la vista como miel, de fragante olor a resina, que es la sangre del pino. Unos amigos míos tenían en aquel pueblo, ahora creo que ya no, un cocedero de níscalos, tantos hay en la zona, que la gente les llevaba para vender, y que ellos, cocidos y envasados en bidones de plástico, enviaban a Granollers, a la fábrica de Tres Pins, que lo metía en latas de conserva. El níscalo, es de todas las setas, la más aromática y sabrosa: guisada con patatas en un manjar digno de seres humanos de buena voluntad, y en el horno, con ajo y perejil y un chorrito de aceite, si se acompañan de buen vino, sirven para entonar un magnificat amistoso.
Pero no encontré ese bosque, que era al que iba y al que creía llegar atajando por la pista, sino que encontré un paisaje de dulzura extraordinaria. Paramos el coche y nos internamos por entre los árboles. Volveré, les dije a mis acompañantes, la próxima semana con Ana, si es que el lugar existe todavía y no sucede aquello de las narraciones fantásticas, de que el lugar ha desaparecido para cuando se produce la segunda visita. MI bosque, el de cada día en el que habito, es un bosque silvestre, de madera para corte, muérdago, laderas empinadas, trochas y arrastraderos, regatos abundantes que se precipitan por Aguas Vertientes y en lo que uno puede arrodillarse y acercar la boca para saborear la fría corriente y saciar algo más que una sed física. Nada tiene que ver mi bosque con este que encontramos por la casualidad: este, de tan dócil espesura, parecía invitar a la visita: el riachuelo, formando meandros generosos, se precipitaba en dos o tres saltos de muy poca altura, pero de fuerte torrencialidad: el ruido de la cascada en el bosque es uno de los más bellos silencios que se pueden sentir. Nada molesta en él, es el ruido de la medida del hombre, el que forma parte de su paisaje, envoltura más allá de la carnal, pero tan propia como si del mismo cuerpo se tratase.
Estaba, me dije, ante una floresta escenario de un relato de libros de Caballería.John Steinbeck, que escribió un magnífico resumen de la leyenda artúrica, desarrolla varios episodios en estas florestas apacibles: caballeros que descansan, damas que atraviesan el bosque, conversaciones trabadas, miradas que se entrelazan, promesas que en la vasta catedral arbórea se anudarán entre dificultades. Flor de Caballería que visitaba los castillos, siempre levantados en las praderas cercadas por los bosques. Sin armadura, ni cota de malla, sin armas ni mandato para socorrer a desvalidos, los que paseábamos por la floresta, retomábamos los paisajes de las leyendas entretejidas en lecturas viejas. Existen pues, los paisajes encantados, me dije. Existen, doy fe.
Han pasado diez o doce días y todavía no he vuelto a mi floresta; son fechas estas en las que los planes no tienen más valor que el de la relativa trascendencia de cumplirlos o no. Por otra parte, lo cierto es que nada hay más liberador que no seguir la agenda marcada, ni siquiera marcarla: ya no uso, hace tres o cuatro años que mis citas las guardo en la cabeza o en papelitos que pierdo en el momento de escribirlos. La agenda y mi teléfono móvil han dejado de ser referencias en mi vida: la primera no existe, el segundo no suena. He podado, con ayuda de un vecino que sabe de esto, árboles y arbustos y he visto como la poca nieve caída hace unos días ha desaparecido fundiéndose con lentitud. Me he detenido hoy, día uno de otro año que empieza, en ver un libro sobre la pintura de Hokusai, que me tiene fascinado. Las cascadas dibujadas, detenida el agua en su caída en caracoleados cursos, los árboles que en su paroxística inmovilidad parecen mecerse por causa de una geometría desconocida, los montes y caminos, fijamente plasmados, no sobre el papel, sino sobre la conciencia de quien lo dibuja o de quien lo contempla, conduce a recrear un mundo de accidentes que permanecen y alcanzan el nivel de divinidad por su permanencia inalterable, salvo por la variación de la luz y de las estaciones, que no son sino vestiduras de lo que es realmente eterno. Por causa de lo que estaba viendo en el libro ha vuelto a mi mente el paisaje de la floresta.
Me atrae mucho la idea oriental de que quien no permanece es el hombre, que es prescindible en el paisaje pues su misión en él es pasar, fluir en el lugar y fluir en su propia vida. Un hombre, como un río, no es nunca el mismo, estando como está en un proceso de transformación imparable. No es una constatación científica, sino una manera de comprender a la vida, en la que todo lo que es permanente está ligado y forma parte del momento. La pintura de Hokusai detiene el movimiento del río porque este no tiene importancia, no es necesario captar la agitación o la fugacidad, sino la permanencia. Así, me digo, yo fluyo y cambio permanentemente, pero la floresta que descubrí hace unos días está allí, estará cuando vaya a verla de nuevo con Ana, pronto, y seguirá estando mucho después si no sucede que un alcalde decida convertirla en campo de golf y en urbanización para segundas viviendas. Cabe confiar en que tanta belleza no pueda ser destruida de la noche a la mañana. Lo permanente debe quedar como permanente en el paisaje y en su permanencia visible y ejemplar ofrecernos la referencia de nuestra universo. No vivimos en el paisaje por casualidad sino porque es nuestro territorio. En cualquier caso, elevaré la pequeña floresta a la categoría de divinidad particular en mi templo interior, sacralizado por su belleza.

10 comentarios:

  1. Los griegos decían que la Naturaleza, consciente de su propia belleza, nos creó a nosotros para poder verse a sí misma. Sin nosotros la Naturaleza seguiría ahí, pero más ignorante de sí misma.

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  2. En expresión literaria que me parece fabtástica por bella, de Sartre. Se trata de "la permanencia oscura".

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  3. Este texto es como una pausa en ese fluir. ¡Cómo echo de menos tener tiempo para pararme a mirar! Felicidades por saber captar la belleza de ese paisaje y feliz año.

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  4. Respecto de la pintura de Hokusai, reproduzco un comentario de su amigo Gregorio, que instintivamente
    he relacionado:" Para Damascio, uno de los últimos griegos, lo instantáneo, el ahora mismo, es “el elemento eterno del alma y su mismo ser”, puesto que el alma siempre está en ese súbito momento del presente. Por lo tanto, añade Damascio, “lo instantáneo es lo eterno en el tiempo” y el alma es “lo temporal que se hace en cierta manera eterno (...), y, también, lo eterno que se temporaliza” (DAMASCIO, Dubitationes, 405). El instante es el centro de todo movimiento, que se desarrolla circularmente en torno a él".
    El post, excelente.

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  5. Desconozco si el libro que disfrutas, sobre Hokusai, es el publicado por Phaidon. En caso contrario, permíteme que te lo aconseje, magnífico.

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  6. El más genérico, "Ukiyo-e", de la misma editorial también es excelente.

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  7. Careiro, es el de Phaidos. Una maravilla.
    Tienes toda la razón con el comentario de Luri. No reparé en esa similitud, pero es cierta.
    Siempre me ha llamado la atención esa manera oriental de entender la realidad que es asimismo la clave esencial para comprender el sistema oracular del I Ching.

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  8. Recuerdo haber podido disfrutar en el año 2001de una excepcional exposición bajo el "The Dawn of The floating World", en la Royal Academy of Arts. Compré el excelente catálogo sobre la misma que recoge a los precursores del Ukiyo-e, he entrado el su web ante un inminente viaje a Londres y he visto que el volumen sigue a la venta en su tienda virtual. Tal vez la pudieras ver, en todo caso me parece un libro muy interesante.
    Por cierto, me alegra coincidir en la fascinación por el cuadro de Inocencio X, en esta ocasión lo disfutaré en la National Gallery, es inverosímil como Velázquez fue capaz de captar lo más parecido al
    "alma" del retratado. Le saludaré cuando me vuelva a encontrar ante él.

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  9. Ah, Careiro, si el alma existe es esa. Y no siempre virtuosa. Me pongo en acción para enconbtrar el libro de que hablas, que creo qu e tengo localizado.

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