martes, enero 23, 2007

Coraje

Ha llegado la nieve anunciada en cantidad suficiente para apreciarla cubriendo el paisaje lejano y el mismo jardín inmediato a la casa, el tejado, los alféizares de las ventanas, las escaleras del porque y hasta la mitad las cráteras de hierro fundido que señalizan el sendero principal de grava que conduce al ciprés al este. Ha llegado la nieve que estábamos esperando de tal manera que en cualquier conversación, en el pueblo, se acababa diciendo "ahora parece que si, mañana o pasado, dicen que llega el invierno de verdad". A un lugar no se le debe arrebatar algo tan suyo como la meteorología que acude a la cita de manera permanentemente. Desde luego que estamos en pleno cambio climático, pero San Rafael y el Puerto o el Alto del León no puede pasar un invierno sin la caricia silenciosa de su nieve. El retorno a los paisajes garantiza el equilibrio que solo aporta el cumplimiento del ciclo natural. Somos lo que somos y seguiremos siendo porque el ciclo impone un círculo, algo irregular tal vez, pero círculo mágico de eterno retorno que empieza por la vida y su acontecer para llegar a los planos mágicos o no de la antropología.
La llegada de la nieve me ha recordado el hermoso, para mi de los más, de Kavafis, "Los Bárbaros". Lo que tiene que llegar se espera con impaciencia, con mayor impaciencia a medida que el tiempo se agota. Tal vez la muerte no, aunque ya escribí que la contemplo con afecto y sin preocupación alguna, pero esa es probablemente la única cosa del ciclo natural que no genera impaciencias. El invierno y la nieve, por lo menos, no defraudan como los bárbaros, que es un poema paralelo al de Itaca, en los cuales lo importante no es el fin sino el viaje o la espera: los tiempos intermedios, que son la vida al fin.
Mientras nevaba, por la mañana, estaba sentado con Ana ante la cristalera y veíamos como la nieve, en copos pequeños primero, procedentes de un agua nieve discreta, empezaba a cuajar. Revoloteaban varios mirlos por el césped todavía visible, picoteando pequeñas manzanitas caídas de los manzanos decorativos que dan un fruto manzana del tamaño de las cerezas, que tiene cuando madura un agresivo sabor a manzana ácida y de los que yo recojo una buena cantidad para sumergir en orujo, aguardiente gallego, que transcurridos unos meses tiene un excelente sabor seco a manzana, ligero y agradable al paladar. El orujo transparente como el agua, muda a un color ligeramente rojizo, un poco burdeos. Al cabo del año hay que renovarlo, porque las manzanitas exceden el equilibrio natural de sabores.
Hablábamos mientras caía la nieve de nuestras infancias y Ana repetía recuerdos de su padre, muerto cuando ella era muy niña. Apenas retazos como trailers de película: paseos por el Rastro, cucuruchos de quisquillas los domingos al sol, el zaguán de la casa familiar de la infancia, un pozo de mosaicos en un huerto, un perro que ladra y lo que ahora es un barrio populoso, unos campos de cereal. Todo se transforma menos algunos recuerdos que se fijan en la mente y vuelven, como la caja de fotografías en el cajón donde se guarda. Ahí están desvaneciéndose el tono y la intensidad, pero no la imagen, las figuras, el paisaje. Yo, mientras la escuchaba disfrutando de su evocación recordaba que mi infancia pudo ser alegre en ocasiones, niño como era no podía estar ajeno a la alegría, pero no feliz; no por lo menos lo feliz que uno espera que haya sido su infancia. Posiblemente de ahí vengo, de mi refugio en libros amparado de una enorme tristeza ambiental.
La borrasca arreciaba y los copos, grandes ahora, del doble del tamaño o más incluso, llegaban de frente y cubrían la pradera y a los frutos caídos. Las ramas de los manzanos, las hayas, los ciruelos, el cerezo, el castaño, los abedules, abetos y arces, que tengo delante, combaban hacia abajo bajo la carga de nieve y el ciprés empezó a inclinarse perdido el equilibrio vertical. Los mirlos, arrastrados por la ventisca se fueron: todos menos uno. Pequeño y esbelto, los mirlos lo son, con su pico de color naranja como una llamarada al viento frío de la nevada, permanecía bajo una boj en forma de bola, cercano al manzano. Ana, compasiva, le sacó en un cuenco, un poco de pan y lo dejó cerca del manzano. El mirlo salió al exterior, supongo que acumulando valor y empezó a dar saltitos buscando bajo la nieve los frutos restantes. recordé, que en la presencia anterior del grupo de pájaros, uno de ellos era expulsado permanentemente del grupo por otro más agresivo, acosado sin fin al otro extremo del jardín, alejado de los frutos. Me pregunté sino sería este, que ahora con hambre atrasada, solo bajo la inclemencia, había encontrado la tranquilidad de la soledad para proveerse de alimento, aún en condiciones difíciles. NO lo pude saber.
Pero lo cierto es que seguía picoteando buscando lo que por la capa de nieve no podía ver. Alcanzó al fin el cuenco del pan y saltó sobre el borde: picoteó dentro y lo dejó al minuto: era otra cosa la que buscaba. Le vimos alzar la cabeza a las ramas del manzano y de una, endeble, curvada por la nieve, colgaban cuatro o cinco frutos; se mecía con el viento y desde abajo el mirlo pareció comprender que allí estaba lo que andaba buscando. Voló a la rama y la alcanzó. Posarse y caer desequilibrado el conjunto por su peso fue todo uno. Se rehizo y volvió a ascender y a tratar de detenerse en la rama, en el punto en que sujeta al árbol es más resistente: avanzó pasito a pasito y de nuevo volver a combarse y de nuevo caer para agitar las alas antes de llegar al suelo y volver a la rama. Así le vimos durante más de media hora, subiendo, cayendo, avanzando por la rama, tozudo, pequeño, delgado, esbelto, hermoso en medio de una ventisca inclemente a la que él desafiaba quedándose allí. El coraje, me dije, se demuestra en soledad, a uno mismo, como acto solitario. La reflexión de la película Banderas de Nuestros Padres se me hacía de nuevo presente: "los héroes no quieren ser héroes". Este mirlo quería una manzana, porque tenía hambre.
Le vimos avanzar al fin por la rama sintiendo que bajo sus patas delicadas y sensibles la rama iba combando hacia abajo, envuelto por lo copos que chocaban contra él, mecido en su equilibrio por un viento que arreciaba. Le faltaban apenas unos centímetros y era evidente que el equilibrio se iba a romper, su mismo cuerpo era un nervio tenso y eso se podía notar en la distancia, con la cabecita inclinada hacia los frutos, apenas a cinco centímetros de su pico. De repente saltó hacia lo alto, la rama se recuperó bruscamente y él inicio la caída: había calculado, quiero creer, que esta le haría tropezar los con los frutos como así fue y del choque salió despedido hacia el suelo, pero esta vez llevaba una bolita en el pico: lo había conseguido. Recuperó el vuelo y se cobijó en el refugio debajo del boj donde no había nieve; dejó la manzanita sobre la grava mojada y empezó a picotearla, ajeno a la borrasca.
Nos dimos cuenta Ana y yo que habíamos dejado de hablar hacia un buen rato.

12 comentarios:

  1. Le has puesto las palabras justas al sonido de la nueve.

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  2. Por un momento pensé que aparecería
    Shimamura..., enhorabuena.

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  3. Querido Careeiro: es una alegría volverte a encontrar. Pues no, pero seguramente es que uno va adaptándose a la contemplación.

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  4. Por cierto, supongo que te refieres a Shimamura de Pais de Nieve.

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  5. Sí, lo cual demuestra en mi opinión, más que adaptación, algo próximo a un
    envidiable perfeccionamiento en la observación. La alegría es mía y aunque no me deje ver, no me alejo del reguardo que me proporciona el Bosque.
    Un abrazo.

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  6. Querido Luis, siento envidia por no vivir en un sitio tan hermoso, hace años algunos sábados por la tarde solía acercarme a San Rafael a tomar chocolate y tostadas y respirar el aire limpio de la sierra.
    La nieve me fascina, de pequeña veía a lo lejos la cumbre del Mulhacen sin llegar a comprender porqué se teñia de blanco en invierno, la primera vez que ví nevar en mi pueblo me pasé la noche entera mirando por la ventana y rezando para que al día siguiente pudiera hacer un muñeco, tenía 11 años.

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  7. Medraina: comparto el miedo a que la nieve no dure cuando la ves caer por la noche, porque pocas cosas son tan comparables como despertar con el paisaje transformado en tal belleza. En cualquier caso, no dejes de pasar por San Rafael sin acercarte al bosque.

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  8. Precioso relato. Y que bien termina! que buena la última frase!! Parecerá que no, parecerá nimio... pero con esa frase se multiplica lo descrito antes tan pormenorizadamente y la imagen, la sensación que deja la lectura en ese mismo momento se llena, se hincha, de calidez.
    Un abrazo!

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  9. Escenario hermoso.
    Deseosa de vivirlo.
    pero...y Goyerri? dónde estaba?

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  10. Es que, Roma, el silencio se hace cuando se impone por si mismo.

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  11. Clarice: por la mañana Goyerri se sitúa de pie entre nosotros dos y nos obliga a que le demos masaje en el lomo. Va cambiando de posición; ahora junto a uno, ahora junto al otro. Cuando está satisfecho se tumba entre los dos y se duerme. Ronca ligeramente.

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