martes, diciembre 26, 2006

Momentos

La llegada de la nieve es siempre sorprendente, porque se produce en silencio. La lluvia y el viento tienen su sonido, su acompañamiento, una a modo de banda sonora en la que reparas sin ver y oyendo el sonido preves la imagen, adivinas lo que está sucediendo fuera y como se está produciendo.- La lluvia no, llega en silencio absoluto, y cuando en un momento dado y por otra razón que el ver, levantas la cabeza, ves caer los coposy como el suelo va llenándose, si no lo ha hecho ya, de un blanco homogéneo. "Nieva", dices levantando la voz, y tu voz es el único sonido. Puede suceder que si abres la ventana oigas u suave rumorcillo, sordo, leve, casi como el cuerpecito de un pájaro, inaprensible. es el sonido de la nieve cuando te sorprende.

Si cae de noche y te encuentra dormido, es obvio que no vas a oír nada y por la mañana, cuando asomas la mirada a través de los cristales de la ventana o por la cristalera del salón, descubres que la colcha blanca, inmaculada, ha acariciado los accidentes del paisaje y los ha redondeado: el jardín está nevado, en el invernadero aparece el vaho en los cristales, no en vano tienen en su interior una pequeña estufa que mantiene los 7 u 8 grados. Sucede a menudo que sigue cayendo la nieve y si miras a la amplitud del prado, todo es ese silencioso y persistente caer de los copos. El paisaje nunca es el mismo, como la luz que siempre adquiere tonos diferentes; la nieve transforma el paisaje y le da una hermosura nueva, significativa porque has estado esperando que suceda.

Ya la mayoría de la gente no vive en el ritmo del tiempo y de sus cambios. Otros si, pero son los menos. Cuando el tiempo cambia parece que no sucede nada, salvo catástrofe, pero si se vive en el prado y se tiene un jardín que cuidar y un pequeño invernadero, las cosas se precipitan. Puede suceder que no estén las begonias todavía entre las paredes de cristal, o los geranios, o que se ha quedado algún árbol por trasladar de su emplazamiento a uno nuevo que se supone mejor. La leña no se ha cubierto, o no del todo, o nada, y ahora ir a cogerla, pieza a pieza, es una tarea difícil porque la nieve de tanto frío quema en la piel. Los cipreses se inclinan peligrosamente por la carga de copos, que parece que son ligeros, escribí antes inaprensibles, pero posados en las cortas ramas, frágiles, de casi apenas vuelo, las inclinan hacia abajo e incluso el mismo tronco se inclina hacia el suelo doblando una cerviz completamente, que se antoja peligrosa y humillada.
Los rosales trepadores no se han fijado a la guía; has tenido un año para hacerlo y los has ido dejando: ahora la nieve dobla las ramas. Alguno de los nuevos habitantes del prado aparecen en la puerta de tu casa para decirte que tienen agua porque parece que se han helado las cañerías. La solución es fácil, les dices: conviene ir a la ferretería y alquilar un cañón de aire caliente que funciona con butano o propano. Hay que hacerse con un cable largo para conectar el cañón a la electricidad y si no tiene bombona de gas, tú si la tienes y se la dejas, porque ya te sucedió el primer año y aprendiste la lección. El cañón se instala en el cajetín del agua, donde entra la general, atraviesa el contador y se introduce en la instalación de la casa. Ahí el cañón, situado a medio metro, más o menos, de dejará que vaya soltando aire caliente y con el tiempo, una o dos horas, a veces más y otras menos, el agua empezará a manar de un grifo que previamente se habrá dejado abierto. La única solución real para que no hiele es forrar el cajetín por dentro con un buen aislante y además, como última seguridad, dejar un grifo goteando: es suficiente, si el agua corre, por poco que sea, no hiela.

Desde dentro de casa se admira el exterior, la luz de la nieve, que paree propia, realmente lo es, y refulge desde su blancura. La cafetera libera el aroma del café recién molido y la tostadora anuncia el pan con mantequilla. En la chimenea se apagaron a una hora imprecisa de la madrugada unos restos de leña que servirán para volver a encender por la tarde. La mínima de la noche, marcada en la estación es de -6º, no gran cosa; si sale el sol se alcanzarán los 20, en el interior del invernadero los 30: habrá que levantar los respiraderos del tejado para bajar el sofocante y húmedo calor del interior. En el sofá reposa "El Banquete" de Platón; no es pedantería intelectual, te has prometido releer a Platón, algo así como empezar a releer desde el principio de las cosas que importan. Resulta que lo recuerdas poco, lo justo, aunque nunca se sabe que es lo justo. Ayer empezaste a hacerlo al irte a la cama, cerca de las tres serían y ya habías descubierto la nieve cayendo. Leíste algo así como una media hora, arrebujado bajo el cobertor escuchando el crujir del techo de madera que se contrae de frío y lo manifiesta. Me entró el sueño apenas iniciado el discurso de Fedro y el libro acabó en el suelo, junto a las zapatillas. Esta mañana, al bajar al salón, lo has llevado contigo y los has dejado sobre el sofá.

Has abierto la cristalera ha entrado un aire frío desde los -2,5º del exterior. Es el mismo aire que al envolverte te ha dejado una percepción de revitalización, que es cuando el cuerpo descubre que existe para la mente, una suave caricia del frío llevado por una brisa que se arremolina en torno a ti y entra en la casa. Te has vuelto tan perezoso, piensas mientras cierras las alas de la bata sobre tu pecho, que harías de este momento la eternidad. Los tiempos, sabes que es así, los tiempos son lo que representan en cada segundo que pasa y no merecen ser pensados sino sentidos. El tiempo es el aire frío de la mañana, o la sorpresa blanca de la nieve en el jardín, o el trayecto del libro de Platón entre el suelo del dormitorio al sofá junto a la chimenea, o la visión de los leños apagados y fríos, o el aroma del café que ya está en sus tazas mezclado con la leche, o el olor de la tostada con mantequilla: esos son los tiempos que algunos llaman momentos.

13 comentarios:

  1. Hubo un tiempo en que estrenaba el mundo y la primera nevada del invierno el año que nevaba- era un regalo precioso de la existencia. Recuerdo que no me gustaba nada la maná de los maestros por explicar científicamente los milagros cotidianos. Al final, después de tanto y tanto sacrilegio científico, lo que queda es... ¿qué es Luis? ¿Es eso que queda, ese poso de desconfianza, erudición acumulada y pérdida de ingenuidad a lo que llamamos madurez?

    ResponderEliminar
  2. Luri, yo creo que la ingenuidad retorna, de otra manera. No imagino la madurez sin la recuperación de una cierta ingenuidad, que pasa por la sinceridad con uno mismo y sobre todo por el disfrute del tiempo. Mi experiencia vital se centra en la recuperación del tiempo desde que hace unos años decidí que no quería trabajar. Algún día escribiré sobre eso.

    ResponderEliminar
  3. ayyy no sabes cuanto esperaba este texto dedicado a la nieve...desde que me dijiste que llegaba en silencio entré en curiosidad...y es que yo nunca he visto ni sentido la nieve.
    Es un deseo eterno aún no realizado.
    Cómo me iba a yo imaginar todo lo que narras?
    Hermoso que la nieve llegue en silencio.
    Gracias querido Luis por compartir estos Momentos.

    ResponderEliminar
  4. Pues si, la nieve llega, Clarice, en silencio. Cuando alzas los ojos y la ves cayendo es una sorpresa mágica, como dirías tú. Y cae, y cae, todo en silencio entre una luz como de leche.

    ResponderEliminar
  5. Me ha encantado tu post.
    Tras los cristales, ver nevar, es una de las cosas (tan poco frecuentes) que me produce una gran serenidad, un extraño goce ante la visión de la calma.

    Saludos!

    ResponderEliminar
  6. Luis, pregunto ingenuamente: ¿La ingenuidad que se sabe ingenua es realmente ingenuidad?

    ResponderEliminar
  7. No: es una ingenuidad sabia porque es una actitud voluntariamente asumida que no reaparece si no se ha tenido. ¿Qué menos que pedirle a esa ingenuidad que un cierto carácter selectivo? De hecho consulté a Comte-Sponville que es un tipo que me cae muy bien desde antes incluso que se pusiera de moda. Dice:
    "Ingenuidad: No hay que confundirla con la estupidez. El estúpido carece de inteligencia o de lucidez; el ingenuo de astucia y de artificio. Es una virtud de infancia o de naturaleza que no podría excusar, sin embargo, la falta de madurez, de cultura o de buena educación."
    Creo que le dedicaré un post.

    ResponderEliminar
  8. Este texto me ha recordado a una de las escasísimas nevadas que he vivido. Y es que, como en estas tierras cálidas del sur parece que no nieva nunca, la nieve siempre me ha pillado de viaje.

    Hace casi dos años me dio por hacer sola escapadas de fin de semana, con la única intención de hacer fotos. A principios de febrero estaba fotografiando la playa de la Victoria en Cádiz, y no me pegué un baño porque no llevaba el bañador: ¡hacía un sol abrasador!

    Sólo una semana después, me escapé a Úbeda y tuve que comprarme un abrigo sólo para la ocasión. Me sorprendió la nieve, me sorprendió mi primera nevada urbana, me sorprendieron las calles vacías y blancas. Pero sobre todo, me sorprendió el silencio. Los niños jugando en las plazas no, a ellos ya me los esperaba en cuanto ví caer los primeros copos. Ahora cuando miro aquellas fotos, el recuerdo más vivo que tengo es el de aquel silencio ensordecedor.

    Un saludo y perdón por extenderme tanto.

    ResponderEliminar
  9. Le envidio la nieve. Ese estremecimiento. también, que me recorrió al sentirla, es cierto inaprensible por el peso en su definición, la del cuerpecillo del pájaro o sus delicadas plumas.

    Sin embargo detestaría que los cipreses de su jardín la dejaran caer sobre mí. Desconsiderados, inconscientes, desabridos. Como un bolazo. Cómo detestaba a los niños cuando hacían eso. Le envidio la nieve porque la siento poética e imagino ese libro de Platón que se quedó a pasar la noche al lado de las zapatillas. Y aquí la he abrazado poética y merodeándola casi, en sus costumbres, en sus consecuencias, en los olvidos...la madera y el rosal.

    Le envidio la nieve quizá porque yo tengo la ventana abierta y mis brazos al descubierto... ando en camiseta de manga corta. Y a mí me gusta sentir el frío en la cara. Ese frío que corta pero que amotina una revolución en la sangre. Eso sí, yo llevo guantes. Las extremidades de mi cuerpo rechazan el frío, la nieve, la poesía, no hay otra cosa entonces que no sea la del tacto de lo cálido o del consomé que una se lleva a la boca. Como ahora, en unos minutos.

    Abrazos para la nieve y para el círculo íntimo y el más allegado :)

    ResponderEliminar
  10. Mi querida Umla cuyo nombre leo en el espejo y veo la mitad, creo. Puedes extenderte en este blog todo lo que quieras. Es un lujo para él.

    ResponderEliminar
  11. Kasandra: mis cipreses están adveritos. Ni un copo de nieve sobre ti, antes bien, agitar las cortas ramas en un saludo afable.

    ResponderEliminar