martes, octubre 03, 2006

De la crueldad del amor


Es El Escorial una pequeña ciudad con mucho encanto; se podría decir si se creyera en esos prodigios que una ciudad encantada e incluso uno puede atreverse a escribirlo si está seguro de que solamente es una licencia.
Acudo a ella de visita hace muchos años y desde que llegué a esta sierra que separa una Castilla de la otra, he ido viviendo en diferentes sitios y siempre alrededor, teniéndola como centro de una tierra diminuta que forma mi habitat natural y de la que no quiero salir, o no espero mejor que querer, La ciudad que ha crecido en torno al Monasterio, mal llamado así aunque es dificil dar con otras definiciones cortas y acertadas, es una ciudad de casitas de dos plantas o tres a lo sumo, de fachadas de colores, de calles recoletas, llena de comercios, restaurantes, bares y cafés, tahonas, librerías, inmobiliarias y llena además de gente que pasea o va a sus cosas, que tiene vida el lugar y mucho ajetreo. El Monasterio parece dormitar en un extremo, reposando sin soberbia alguna, arquitectónicamente reposando al pie de un muro desde el que saltan los que gustan de volar en parapente, que se llama Abantos.
Mi visita de esta mañana ha estado precedida por la desgraciada historia de amor de Goyerri, que lleva tres días enamorado; quien tiene un amigo perrillo como este del que hablo tan a menudo, sabe lo que es el amor unido a la desesperanza. No come, apenas prueba bocado y si algo le ofrecemos aparta delicadamente la cara; duerme mal, inquieto, sueña, gime. Quiere estar continuamente en el jardín y se aposta en las escaleras del portón de entrada desde el que se domina la calle. Por el extremo norte llega a veces una perrilla flaca, apenas cuerpecito de poca altura, con una cola zorruna que agita como un gallartedete, un cuerpo blanco y canela bastante deslucido por la falta de baño y peinado y una cabecita triangulada en la que destacan dos ojitos enormes, de mirada húmeda y fija. Pensé hace un par de años, cuando la vimos por primera vez que estaba abandonada, pero no es así: en un chalé de unos adosados que están entre el pueblo y el prado debe de vivir porque de allí viene y hacia allí la veo irse, sin que pueda al seguirla con la mirada ver por donde se introduce en ellos, ya que la maleza la cubre en su última parte del camino.
Trota de un lado a otro y con Goyerri, cuando no hay celo por medio, se suelen olisquear y hacer cada uno su camino sin más cuestión; se reconocen y hay cierta cordialidad. A mi me aprecia porque se llega hasta mis pies y deja que le rasque la parte superior de la cabeza. Como llevo un bastón se acerca siempre por el lado izquierdo, que es por donde no voy armado, y una vez que me cambié el bastón de la mano y lo acerqué inadvertidamente a ella, dió un salto atrás y gimió. Uno sabe siempre a que perros les pegan sus dueños, y a quienes no.
Cuando está con el celo, Goyerri corre tras ella y se meten en el bosque más profundo obligándome a seguirlos. No es cuestión de mirón sino de que mi amigo no está acostumbrado a perderse en el bosque y aunque debe ser muy capaz de volver de su aventura, yo no me fío. Goyerri no vive estos días sino es para salir por la mañana al encuentro de su amiga y me despierta a las siete agitando el cobertor de la cama con la pata; con la primera luz ya tiene prisa y aunque trato de calmarlo, corre por la casa nervioso, va a la puerta, sale al jardín, entra de nuevo y me reclama, gime para sus adentros y ladra para afuera. A las nueve de la mañana ya estamos camino el bosque y como por ensalmo, a cien metros de casa, aparece la perrilla corriendo hacia nosotros, se encuentran y salen al trote rápido por la cuesta del bosque, obligándome a mi a subirla a la carrera, y ya no estoy para eso.
Controlo a Goyerri con la voz y él, reticente, vuelve a mi. Le digo que no es necesario que corra, que ella vendrá como así hace. Ana me dice cuando se lo cuento que es que necesitan intimidad, y tal vez sea así; yo procuro pasar inadvertido cincuenta o sesenta metros más atrás o más adelante, según se mire. Ellos tontean, se huelen, dan vueltas, juntan los hocicos, ella se le coloca de espaldas y levanta la cola y Goyerri trata de dar rienda suelta a su pulsión, (¿o es necesidad?) pero no lo consigue. Pequeña como es la perrilla, si el trata de llegar a su objetivo, con su peso la desequilibra y hunde; ella ladra y se aparta para volver a empezar.
El amor imposible ha durado esta mañana más de una hora y media, manteniéndome yo apartado, discreto pero impaciente. Finalmente he tenido que recordarle a Goyerri que tenía que ir a la librería de El Escorial. Desconfiada la perrilla no quiere entrar en mi jardín, se queda en la puerta y no me queda más remedio al cabo del rato que dejarla de puertas para afuera y a mi amigo dentro. El resto del día será para él un sufrir continuo mirando hacia el camino por el que ellos se encuentran; lo se, pero no me queda más remedio que irme.
He vivido yo amores de mirar el camino solitario, amores desesperanzados, perdidos en la memoria pero fáciles de encontrar a poco que uno piense en las cosas de su vida. Algunos han tenido el gozo del encuentro y la pena del desencuentro; esto le pasa a todo el mundo y no hay que convertir una historia pasada en novela romántica o cursi, y mejor este último adejtivo. Los seres inhumanos que somos nos humanizamos cuando el amor nos arrebata la indiferencia y nos descubre la necesidad del otro; será química, diríamos en un arranque de modernidad, pero al fin y recordando a Quevedo, polvo enamorado. Cito este sendero que se bifurca, a la manera de Borges, porque la visión de Goyerri enamorado me emociona: ese pequeño cuerpecito que necesita y quiere, que ansía y espera con paciencia infinita, y que gime y llora, me devuelve la visión de la comedia humana o de la tragedia inhumana de la vida. Con un poquito más de conciencia, mi amigo, recitaría sonetos.
En la librería de El Escorial, atestada de libros, he andado mirando aquí y allá, cogiendo ejemplares al buen tun tun para acabar comprando tres cuya lectura espaciaré. La mañana era hermosa y el sol entraba a través de los cristales del escaparate cayendo sobre portadas indiscriminadas. Yo he ido apartando preselecciones dejándolas en un montón, para hacer una elección final: "Una nación conservadora", un anñalisis sobre el poder de la derecha en Estados Unidos; "Occidentalismo", una breve historia del sentimiento antioccidental y por último la biuografía de Mao escrita por Jung Chang y John Holliday.
De vuelta a casa, ir y volver a El Escorial son 44 kilómetros por el puerto y el bosque, dejando la autovía para los que tienen más prisa, lo primero que he visto al encarar la entrada del portón, ha sido a Goyerri en lo alto de la plataforma de escaleras, sentado sobre sus cuartos traseros, mirando calle abajo. No me ha mirado ni siquiera al bajar del coche, absorto como estaba en su esperanza de que la pequeñita apareciera en cualquier momento; ni siquiera al decirle hola, ni volver la cabeza, nada. Hierático, inmóvil. "Lleva ahí toda la mañana" me ha dicho Ana y he sentido orgullo por él, tan pequeño y tan fiel, tan enamorado.

14 comentarios:

  1. Un texto delicioso para comenzar la jornada. Buenos días, Luis.

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  2. Magnífico post. Lo he saboreado mientras me chisporroteaban las analogías.

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  3. Luri, procura que los chisporroteos sean para bien.

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  4. Siempre. Lo contrario es ser un tronco seco. Decía uno de mis poetas preferidos, el mexicano Himero Aridjis: "Los libros son abeirtos y las mujeres amadas" (creo que era por este orden y espero que ninguna mujer conocida lea lo que acabo de escribir: ya sabes, la viril camaradería masculina). Yo añado: Y los troncos, ardiendo.

    La primavera austral creo que me altera un poco.

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  5. Jo, pues será verdad lo del calentamiento global, jajaa
    Me ha encantado también a mí saber que Goyerri está enamorado, si hasta me han dado ganas de ser la perrita... Me ha traído a la memoria una escena, que nunca se me olvidará, protagonizada por la hija de unos amigos... entonces ella tenía 4 años y Nero, mi pastor belga, unos 10 meses, y estaba tan enamorada del perro que una vez, mirándolo fíjamente, y muy seria, con una cara apenada, yo diría que en su rostro estaban presentes los rasgos de la tragedia, dijo "me gustaría ser perro"

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  6. Roma, esa escena que cuentas es preciosa y digna de ser contada en cadena.

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  7. Luri: amar a las mujeres es siempre una de las asignaturas pendientes de todo género masculino en primera persona del singular. Yo creo que hay dos tipos de hombres, los que se envanecen (aunque sea discretamente y para sí) de amar y los que, de la misma manera, lo hacen por ser amados. La coincidencia en el acto de ambas actitudes es la suprema hecatombe.

    Caramba, debería pasar este comentario a tu post de hoy.

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  8. Siempre oí hablar del amartelamiento gatuno, pero nunca de perros enamorados (exceptuados la Dama y el Vagabundo). Qué relato más tierno y delicioso.

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  9. Pues sigue el tema, Joaquín. Todo el día de hoy, que es el siguiente, estamos de gemir y llorar. La perrilla no ha aparecido hoy.

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  10. Me gusta tu post... me gusta el paseo que nos haces del contexto al concreto.
    Me ha llevado a reflexionar sobre el amor, no en términos abstractos sino concretos de la búsqueda del amor. Y a envidiarte por la imaginada apacible vida matutina.
    Tengo un amigo que escribe sus diálogos con su perro, los llama perrerías y en realidad son una crítica social.

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  11. Gaia: gracias por tus comentarios. Claro, dialogar con un perro es hablar de lo que te ocupa y aún más, probablemente de lo que te preocupa. Es el amigo perfecto: finje que te escucha y no te entiende, y lo mejor, no te contesta con lo cual parece que siempre está de acuerdo.

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  12. Me contaron una vez un chiste de esos que vienen a engrosar los que llaman chistes feministas no sé por qué.
    El chiste o adivinanza era así:
    En qué se parecen los hombres a los perros?
    y la respuesta era:
    En que cuando les hablas "parece" que te entienden.

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