jueves, julio 06, 2006

La infancia feliz

Hacemos la vida y construimos la memoria piensa el hombre que ahora escribe, a las once y treinta de la noche. La única memoria de la que tiene noticia, que es la individual, la tejida día a día. Pasa a menudo que esta memoria se vacía de cosas que, por insignificantes o por significantes, se borran rechazadas por una, a la manera de autocensura, actitud protectora de uno mismo. El lo sabe, sabe que puede recordar pero lo que fuera ya pasó y no merece la pena revolver en las cosas olvidadas: frase cinematográfica, si cabe. Así comprende con un mínimo de reflexión ya que se precia de ser inteligente y lúcido, que al recomponer la vida usando la memoria, la película de los hechos beneficia el hilo de los acontecimientos produciendo olvidos y agujeros en los que habitó el sufrimiento. ¿Cómo si no se podría resistir el recuerdo exacto de la vida?

Claro está que la parte olvidada de los hechos está a flor de piel y basta con preguntar, con preguntarse, con forzarse a decir la verdad o a rebuscar en los oscuros cajones donde se malmeten los malos recuerdos, apresuradamente escondidos. Ciertamente que hay extensos fragmentos iniciáticos, cerca de la infancia y en la adolescencia, en los que lo peor ha quedado enterrado hasta hacerle asumir a cualquiera, no solamente al hombre que escribe, sino a cualquiera, razonable y lúcido, que nunca existió la infelicidad ni incluso la pesadilla. Le es posible pensar porque está convencido y es este convencimiento algo tan natural en él, que existe por pura generación espontánea o porque el resumen de lo olvidado pesa, en su anonimato, como guardar un peso gris desconocido en la conciencia más cercana, que la infancia, cualquier infancia, fué terrible. Aferrados al amor caricioso y a la ternura de los padres y hermanos, toda la incomprensión y autoridad externa provoca terror. Educar es difíl, quien lo duda; pero educarse es espantoso aunque nadie lo diga.

Los paraisos, de existir, se forjan y compran en los futuros imperfectos de la madurez, cuando si uno es afortunado, piensa el hombre que escribe, alcanza un cierto de grado de libertad y desapego, ambos unidos, imprescindibles, para ejercer de razonable y lúcido. Todas las infancias fueron maravillosas, todos los padres extraordinarios, todas las madres abnegadas, y el colegio, y los amigos, todo absolutamente todo, ha sido un páramo de felicidad extensa y empalagosa. Empalaga pensar, piensa este hombre, que tanta felicidad nos ha sido dada de manera casual, gratuita. Y repentinamente, mientras escribe, piensa si no será, seremos, cabe que nos incluyamos aquellos que podamos estar de acuerdo, cautivos del síndrome de Estocolmo en el que el feroz y terriblo secuestrador que nos ha sorbido el seso es el entorno que nos enseñó a ser felices. Todo lo casual es inocente y al mismo tiempo todo cuanto sucede es casual aunque luego se acopla en engranajes que tienen finalidades (o finales insospechados). Si cuando llega el momento de la pensión y el ocio, no se nos ofreciera - lo piensa el hombre que escribe y percibo un cierto entusiasmo en la génesis de su descubrimiento - para compensar el tiempo libre al que un sistema de utilidad cronológica nos aboca, viajar felizmente a los paraisos de colores de Vacaciones en el Mar, podría resultar que el viejo jubilado, en la contemplación de las bolas de petanca o en acompañar a los nietos al colegio, acabara cayendo en descubrir que no puede cantar "gracias a la vida" porque no le ha dado tanto. Y el hombre que escribe piensa en que la vida, como tal, como sujeto no se sabe bien de que, no tenía porque dar ni tanto ni nada a ese pobre hombre. ¿No empezaste siendo desgraciado?

Un inmenso escenario de felicidad nos rodea y mantiene cerradas las puertas a la memoria real que hemos olvidado; he aquí una paradoja. Basta con recordar muy brevemente levantando la esquina de la manta para entrever el paisaje de la desolación. Se pregunta, se pregunta por todos, "en esos momentos de terror que he olvidado, ¿quien vino en mi ayuda para salvarme? Y una voz interior le responde por el mismo: "Nadie. Por eso les has olvidado. Nadie. "

8 comentarios:

  1. molt bona la de Sant Joan. A mi aun me gusta guardar un pedazo de coca para desayunar el dia siguiente. Es poner el final a una noche de verbena. C.R.Z

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  2. Gracias, anonima CRZ. ¿Qué horas son estas? Me alegra tanto verte por aquí. LRZ.

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  3. ¿Por qué la llamamos "facultad" a la memoria, como si fuera facultativo el usarla o no? Pienso con frecuencia que eso que llamamos consciencia es el roce de la memoria con el presente.

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  4. Yo entiendo a la memoria como el pasado que nos queda (lo que fué presente). Me parece estupenda esa ¿definición? que aportas de consciente. Es obvio que el conocimiento del presente se proyecta sobre la memoria en la que se acabará convirtiendo. Un permanente ir y venir.
    Eviodentemente no es facultativa, nos asalta pese a nuestra voluntad. En todo caso sería facultativa del inconsnciente, si eso fuera posible.

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  5. Olvidar los dolores implica un acto de sobrevivencia...no se podría vivir recordándolos a diario...los guardamos en el fondo del cajón y de ahí emergen algunos días por misteriosas circunstancias.
    Paradójicamente la mujer que compuso y cantaba "gracias a la vida que me ha dado tanto" se suicidó una mañana de Febrero hace muchos años atrás...
    Un abrazo noctámbulo!!!

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  6. Vb: claro, es otra paradoja. Un abrazo mañanero a las 9,00 AM.

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  7. Un texto lúcido y desgarrado. Ya estoy acostumbrado a encontrar esos ingredientes en tus textos. La memoria es caprichosa y selectiva, creo que sería bueno también hablar de los falsos recuerdos en los que la mente es experta. Yo creo como tú, que la felicidad de la memoria es un paliativo generado por la necesidad de la autoconservación, pero al mismo tiempo, yo, y esto lo digo de manera personal, no ejerzo la felicidad de la memoria, una de las peores estapas de mi vida fue, por ejemplo, la escuela. Terrible, oscura, castrante y devastadora.

    Un abrazo

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  8. Querido José Antonio: es que yo creo que quien sobrevive cuerdo a la escuela, a los primeros años de la infancia y a los compañeros, puede ya enfrentarse a cualquier cosa. Por muchas razones, la infancia, y la escuela en concreta, es una auténtica escuela de crueldad. Un fuerte abrazo.

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