martes, mayo 30, 2006

El perro de Nápoles


El perro de Nápoles llegó el día de mi cumpleaños, un 5 de enero, al anochecer, en la VíaToledo: no fué un regalo: el y yo nos encontramos callejeando.
Celebrar mi cumpleaños en Roma y hacer viajes a lugares cercanos durante nuestra estancia se convirtió durante un tiempo en una liturgia. No hablábamos de ir a otra ciudad sino a Roma. No veíamos alrededores que no fueran los romanos y las horas de callejear cuentan entre las más hermosas y recordadas de las que hemos viajado. La atmósfera italiana es, para mi, fuente vital. Amo el idioma, el paisaje, la historia, el arte y la vida real de cada día. Si pudiera escojer me haría romano, con un velo de trascendencia que vendría tejido desde la última república y remedaría sus rotos en el cine de Federico Fellini o de Antonioni, pasando por Rosellini. Entre Cicerón y el director de "Ocho y medio" dista un suspiro, una manera diversa de entender una vida que se extiende por dos mil años de nuestra historia pero también una bonhomía, una manera de mirar y ver las cosas, un gusto por materialidades y por poesías. Tíbulo y Cátulo podrían recitar sus poemas en los burdeles de "ROMA" y Clodia vestiría los inmensos tocados de los sesenta en blanco y negro, y llevaría un lunar pintado sobre el labio carnoso. Esta Clodia a quien el poeta bautizó Lesbia y a la que dedicó este poemita prodigioso de tres versos que se resumen en una rabiosa modernidad sentimental:

"Odio y amo.
¿Por qué hago eso?, acaso me preguntas.
No se, más eso siento. Y me torturo."

Todos ellos se juntarían en los balnearios de Baias o Cumas, en la costa de Campanía y allí comerían pescado, beberían Falerno y hablarían y hablarían de los problemas políticos de la urbe, que como la actual política italiana, siempre parecía no tener arreglo.
Nada más natural que coger un coche alquilado y bajar a pasar dos días de nuestras vacaciones romanas a la misma Nápoles, que se fija en la ladera de las montañas sobre la bahía más hermosa que yo conozco: la más hermosa. Mirando hacia el mar desde su puerto, más allá de las moles de las fortalezas, un rosario de islas se agrupa sobre el azul turquesa del mar centelleante. Capri levanta la cabeza orgullosa. A la izquierda, mirando el mar, Herculano y Pompeya. Delante, el levante español al otro lado de este sub mar mediterráneo que desborda de azules y de luces solanas. Las ciudades españolas de levante, las mediterráneas, con ser del mismo aire y color, y olor que esta Nápoles de que hablo, difieren en el sol, que en aquellas sale por el mar desde el este y las baña una luz primeriza, de rosas tímidos. Después, la plenitud es más o menos la misma. Las ciudades de esta costa de Italia ven ponerse el sol y el chorro dorado que las inunda, con reflejos castaños de oro viejo, es inimiganible hasta que no se vive. En mi recuerdo, consigo aproximarme, pero la magia de la realidad es irrecuperable.
Objetivos del viaje: visitar Pompeya, visitar el Museo para ver al Toro Farnesio y comer un arroz con almejas en un restaurante ante el Vesubio el día de mi cumpleaños. Un vistazo rápido a una ciudad que merece nuevas visitas. Otro objetivo del viaje, callejear en una noche del cinco de enero, con prendas de abrigo encima, cubiertos de una fina llovizna, mirando escaparates por la Vía Toledo, que me recuerda mucho a calles valencianas y barcelonesas, y sobre todo a la calle Fernando de esta última, que desde la Rambla va a parar a la plaza más renacentista que tiene Barcelona. O eso creo yo. Paseamos de noche entre una multitud de napolitamos que se preparaban para la Epifanía. He dicho que lloviznaba, apetecían los cafés abiertos al te con pastas y las tratorias, no demasiado evidentes. En las callejas laterales las cuerdas de la ropa, solitarias sin sus frutos de hilo, soportaban el peso de las gotas. Las iglesias ofrecían el espectáculo de los nacimientos de terracota pintados a mano. La felicidad es dificil que se agote en un viaje, a lo sumo escasea por el cansancio, pero guarda para el siguiente día su reserva. Todo se mira con ojos de sorpresa inmersos como estamos en un circo reconocible pero al fin ajeno. Llegan hasta mi, agrupados, mojados, tres perros que vagabundean, que es maldición suficiente cuando es la necesidad la que te obliga. Se cruzan con nosotros, se ponen en fila acostumbrados a no molestar, a pasar desapercibidos. Reparo en ellos: son de tamaño grande, con planta residual de pastores, orejas gachas por la pérdida de la gallardía racial en innumerables coitos olvidados, a salto de mata. Me sorprende su saber caminar, su silenciosa procesión. Primero y segundo han pasado ya y siento el irrefrenable impulso de bajar mi mano y acariciar el lomo del tercero. Ambos seguimos nuestro camino, veinte o treinta metros yo, hasta llegar a un semáforo. Espero la luz verde y siento, noto, en la palma de mi mano la caricia, una presión hacia lo alto muy suave y bajo la mirada. Allí está el perro de Napolés, que con la cabeza acogiéndose a mi mano me pide asilo, ya que unos metros antes le acaricié. Miré hacia atrás y vi la silueta de los otros dos que indiferentes seguían su camino entre el gentío. Le imaginé un instante antes sorprendido, reconociendo la caricia como algo extraño pero bueno, girando sobre sus patas, buscándome con la mirada y siguiéndome hasta el semáforo. El cariño es reconocible, por indiferente que sea, cuando se está falto de él, cuando se está con hambre de una mano que acaricie un lomo. Crucé la calle, encogido en mi impermeable y en mi mismo y me fuí de su lado. ¿Quien puede llevarse un perro vagabundo de Nápoles? ¿Donde? ¿Cómo? No volví la cabeza. Nunca he podido olvidarlo.

9 comentarios:

  1. También en mi vida han existido equivalentes a "su perro de Nápoles" y he debido dejarlos ir...su recuerdo permanece también conmigo y he sentido algo muy especial al darme cuenta que hay otra persona que ha sentido lo mismo que yo...
    UN ABRAZO!!!!!!!!

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  2. Lo que cuentas del perro también me ha pasado varias veces. No sé... pero creo que si dispusiera de un espacio adecuado, sería capaz de recogerlos a todos y me vería en un problema. Una vez, con uno muy parecido a Goyerri, estuve a punto... Lo encontré en la puerta de una casa de pueblo donde estábamos pasando unos días de vacaciones, estaba sucio y llenito a más no poder de piojos, lo bañé, le quité todo lo que pude, lo peiné, y me pasé el día con él, todo esto fuera de la casa, en el camino de tierra. Al anochecer, mi marido me advirtió: si lo dejas entrar en casa ya no podrás dejarlo. Tragué saliva. Se quedó en el camino. Salí y le puse una mantita. Pasé una noche de perros, nunca mejor dicho, y a la mañana siguiente el animal seguía allí. Era el último día, teníamos que irnos para no volver. Lo dejé abandonado a su suerte, y nunca se me ha olvidado.

    Ah! perdón: Buenos días!!

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  3. Gracias por vuestros comentarios. El problema ético está en saber si debemos dar esa caricia a la que luego no podemos responder adecuadamente, aunque la demos inadvertidamente. Bienvenida VB.
    Buenos días, Roma, tan de mañana.

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  4. Y el/los perros...¿cómo se han sentido? recordarán el resto de sus días aquella mano que les acarició, que les bañó, que les quiso -aunque sólo fuera un momento- Tal vez ese instante les sirva de consuelo en las noches de perros, con o sin luna.
    Seguro que sí, que lo recuerdan, están acostumbrados a que nadie quiera quedarse con ellos. De todas formas, siguen intentándolo.

    Una vez tuve una perrita (era de mi hermano y no podía tenerla en su casa) la acogí durante tres meses...la falta de espacio, de tiempo y de paciencia pudo con las dos. Ahora vive en una casa de campo, con espacio, tiempo y un compañero de juegos de su misma raza y distinto sexo (tengo la teoría de que quien pasa por mi casa -más tarde o más temprano- encuentra con quien pasar el resto de sus días)

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  5. yo quisiera tener un polvo de estrellas y convertirme en la mirada de ellos.

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  6. Y qué hacemos Luis si como dice el poema de Alfonsina Storni:"se me va de los dedos la caricia..."???

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  7. VB: El problema es ético, no hablo de reprimir ese "irse de los dedos". Para mi, el perro de Nápoles es una metáfora de lo que hacemos irresponsablemente, con perros y personas, con cosas. Hacemos concebir esperanzas y las demolemos. Muchos de nosotros hemos salido enriquecidos por haber hecho una caricia y nos ha costado superar el dolor de nuestra impotencia. La felicidad desmedida hace daño. Es una metéfora sacada de una realidad. Esa caricia nos ha salido cara a los dos. Hay muchos ejemplos rodeándonos.

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  8. "La felicidad desmedida hace daño...esa caricia nos ha salido cara a los dos" no imaginas lo bien que me vienen esas frase, y la cantidad de cosas que me haces pensar cuando escucho tus letras. Por enésima vez, gracias Luis.

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