lunes, marzo 06, 2006

ROMA. Octubre de 2005. Visita al Papa Inocencio




Una sola intención tenía este viaje: visitar en la Galería Doria Pamphili al Papa Inocencio. Desde nuestra primera visita a Roma, Ana y yo coincidimos en que no era ciudad para turismo sino para estar de manera familiar y cotidiana; para repetir; para callejear sin destino; para perdernos; para encontrarnos. Lo que no pudiéramos ver en una estancia sería a la siguiente o a la otra. No hay prisa para volver a casa, porque sabes que siempre has de volver. Yo escojo mi casa: Roma y ese es mi eterno viaje de retorno.
Tienen las visitas a Roma algo irreal de tiempo detenido. Estamos allí y somos los de siempre pero cada vez es parte de lo mismo y un mucho de diferente, conecta con algo interrumpido un tiempo antes o por unirse a lo que aún no ha sucedido un tiempo después. Roma es en mí eterna en la medida en que yo lo soy, condenada a la intensidad (una manera infinita de contemplar el tiempo) y a la perdurabilidad, mientras yo viva. Hay cosas en nosotros que siempre están y con chasquear un pensamiento acuden. Otras no, se disuelven carentes de importancia mayor, vacías al cabo del tiempo de emociones.
La Gallería Doria Pamphili parece vetusta, destartalada y sin el espíritu ordenado y didáctico que anima a la organización de un mueso moderno. Los cuadros (más de 400) se alinean en la paredes de salas y galerías, poco iluminados, en hileras de hasta cuatro unidades subiendo hacia las bovedas del techo. Es difícil alcanzar a ver un Tizziano, un Caravaggio o un Claudio de Lorena, por la poca luz y la lejanía. Más bien parece un archivo de cuadros y si a la entrada (siempre si se pide) te dejan por un rato, pues has de devolverla al salir, un manoseado manojo de cuartillas encuadernadas con grapa, en las que un listado de salas numeradas antecede a los listados de cuadros y autores, es con seguridad para que sepas con certeza confiada que es lo que puedes decir que has visto aunque no haya sido así.
Tiene la galería que rodea el jardín interior, abundante entrada de luz que no alcanza a dar claridad suficiente. En el piso superior, al suroeste, en el lado contrario al Gran Salón Aldobrandini, se encuentra el Gabinetto Ottagonale. Pequeño, someramente iluminado, de paredes forradas por viejas telas tiene apenas cabida para ocho o diez personas que entran en él por una puerta de no grandes dimensiones y se encuentran sin otra salida que volver tras de si y recorrer a la inversa el paso del umbral.
Este Gabinetto contiene la (a mi entender) primera Teología de la Pintura que pintó Velazques. La que se hizo acreedora a la expresión está en el Museo del Prado y se trata de Las Meninas. Mostrada por Carlos II a Lucas Jordán, obtuvo de este último una sola expresión: "Señor, esto es la Teología de la Pintura". La segunda, teología, verdad absoluta en el universo de la pintura, está en la Gallería Doria Pamphilli. Años antes de Las Meninas, durante su estancia en la Roma de el Papa Inocencio, recibió el pintor el encargo de hacer del Pontífice un retrato. Y lo hizo. Ahí está, en el Gabinetto Ottagonale, alcanzando la perdurabilidad, acariciando la eternidad para su protagonista. Ningún retrato de Papa, salvo de los ue vienen hacia acá desde Pio XII, es decir, los del siglo del cine y de la prensa gráfica, ha sido tan conocido como este Inocencio X, y gracias a Velazquez.
Cuentan que el Papa, al ver el cuadro, al revelársele la obra del artista y hacerse cargo de ella, solo pudo exclamar: "es demasiado verdadero". ¿Que vió? ¿Qué vemos nosotros?
Pienso que le alcanzó el rayo de la verdad y se reconoció, espejo inmisericorde, en los ojos de un pintor sevillano de porte educado y cortés, mirada cordial y viva. Narcisista al fin como todo poderoso, el papa buscaba encontrarse entre los halagos del pintor y de la corte pontificia con no demasiada verdad y una espléndida técnica. No alcanzó a vislumbrar esta última sino que se reconoció como del rayo fulminado, en la cara de los malos momentos, en las pinceladas que resumen ironía, crueldad, avaricía y acechante doblez. Inocencio nos mira, en el Gabinetto nos mira y nos sigue con la mirada y esboza un rictus de labios que bien pudiera tener la intención de hacernos creer que nos sonríe, aunque no alcanza el efecto y nos quedamos con una intención que debería causarnos más pavor si cabe. La mirada es inquisitiva, el gesto acechante, el cuerpo sujeto como un muelle está presto a dar por terminada la entrevista y a dejarnos de improviso. Nos mira como miran los poderosos, con la indecencia de los rayos "X". Demasiado verdadero para ser verdad. Tuvo que digerir que el pintor había alcanzado a leer en la conciencia del retratado. Si no le gustó lo que vió se lo calló para siempre. Demasiado verdadero, dijo. Las cosas demasiado verdaderas suelen alcanzar límites de tragedia: una guerra, un expolio, un genocidio, una mentira, una infidelidad, la deslealtad, el crimen, todas esas cosas son demasiado verdaderas, las otras más inocuas, son acercamientos a la razón o a la emoción. Siempre diluyen su veracidad sin hacer grandes daños.
En el Gabitto Ottagonale comprendí que los visitantes de la Gallería siguen siendo súbditos del retrato de Inocencio. Muerto el papa, los estigmas del poder le sobreviven y nos imponen el conocimiento de lo que somos, aunque lo ignoremos. Intuyo que siempre seremos súbditos en esa salita octogonal. El diablo nos ha dejado allí, vigilante, al angel del mal. Velazquez lo vió.

1 comentario:

  1. Cómo me ha gustado! especialmente el final: "El diablo nos ha dejado allí, vigilante, al angel del mal. Velazquez lo vió". Espero, algún día, poder ir a Roma y verlo con mis ojos.

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