sábado, marzo 04, 2006

La simulación de lo maravilloso


Llueve de tal manera sobre la nieve acumulada durante esta última semana que pasan dos cosas: se va la nieve en torrentillos, canalones, pendientes y aleros; no se ve la cumbre de Cueva Valiente que está sobre esa hilera de árboles que son la entrada al bosque. Desde mi ventana pierdo la montaña de vista y se desvanece la linde del bosque. La montaña está a 2100 metros de altura, mi casa a 1300; parece que va a naufragar perdidos los asideros. Yo, voluntariamente sin tierra, acabaría navegando por un paisaje sin referencias como el holandés errante, sino fuera porque es mucho más probable que muera en la cama de una enfermedad de la que no tengo noticia todavía.

Por no salir a la lluvia inclemento me quedo en la biblioteca e inicio mi cuarta desamortización. Elimino de ella todo aquello que por razones o emociones (razones del corazón que la razón no entiende) deja de interesarme. Hasta hace unos años, lo acepto, como a tanta gente, los libros me procuraban placer por el hecho simple de que permanecieran junto a mi. Hoy ya no es así. Hoy se que los libros que he acumulado a lo largo de mi vida, amigos fieles sin duda, de mayor o menor intimidad e incluso algunos de intimidad apenas esbozada, han sido fieles compañeros, parásitos de una amistad interesada. Efecto emoción, efecto estético. ¿Para qué negarlo? Cierta vanidad. ¿Para que negarlo? La frase tonta que te alegra oir porque te da pie a una respuesta inteligente. "Cuantos libros, Luis. Y oye, ¿los has leído todos?" "Claro que no, todos no, pero los libros son como las cerezas, buscas una referencia en uno y vas tirando y tirando. Y lees y lees picoteando picotas.

En el proceso de desaprendizaje en el que estoy inmerso, a mi edad, ya se sabe, aspiro al parvulario con la mente en blanco, los principios no me sirven, los finales tampoco. Me apunto a la frase de Camus para El Hombre Rebelde: "el hombre rebelde es el hombre que dice no". ¿Sé decir no? ¿Seré capaz de hacer otro montón de libros a los que condenaré a las cajas del trastero, en la buhardilla o en el garaje? No hay lugar más innoble para un libro que se precie, que solo pretende, y compite por ello, en un espacio en la biblioteca de madera, lo más cerca posible del grabado del Panteón. Pero mis libros, después de una buena reprimenda a mi mismo, no se precian. Callan. Son emociones y viajes que tuve y anduve y que en algunos casos quiero volver a tener y a andar. Más renqueante, con nuevos ánimos, con ojos diferentes.

De mi biblioteca, reunida desde el Tom Sawyer inicial a mis doce años, hasta ahora, no queda sino la cuarta parte de lo que había. Y esa tiende a disminuir. Me quedo con aquellas cosas que no he leído todavía, algunas hay, bastantes, y con las que pretendo volver a leer (por ejemplo: Faulkner, descubierto tímido y sin aspavientos en una esquina de un cuarto estante; Hemingway no, se va, lo siento por él; y Cela también, por poner tres ejemplos) y algunas otras que me asaltan de nuevo en los recuerdos. Es el caso de "La simulación de lo maravilloso". Reconozco no haberlo leído, pero lo he tenido muchas veces y el hombre de pierna de palo y bastón, de barba cerrada, caminando hacia el lector, en la portada misma, me ha fascinado siempre. Este libro me lo recomendó a mis dieciseis años un librero de lance de la calle Roisellón esquina Nápoles, en Barcelona. Yo trabajaba ya, muy cerca de allí y su librería era paso obligado para llegar a la parada del autobús. El hombre era pequeño, mínimo, de cabello blanco como la plata, ojos pequeños detrás de unas gafas redonditas de tan pequeñas que eran y vestía siempre un guardapolvo marrón amarillento de droguero. Fumaba en pipas de boquillas como ambar, muy mordidas. Yo empecé a fumar en pipa poco después, no se si por su influjo, y no lo he dejado todavía. Tenía en la trastienda una mujer que por la tarde a las siete, cuando yo pasaba, le sacaba un café con leche. Los dos parecían gnomos del bosque que no existía todavía. Para mi que detrás de su vida, de su amor a los libros y su intelectualidad (decía cosas de libros que no he olvidado) latía alguna tragedia de la guerra civil, alguna depuración, alguna amenaza, un par de vidas rotas sin venir a cuento. No lo se, pero lo intuyo. En cualquier caso él siempre me sacaba libros, me los guardaba: "mire usted, nos hablábamos de usted en ambos sentidos pese a mi juventud, este que le enseño lo autografió Don Ramón del Valle Inclán, véalo, de su propia mano" y la firma de Don Ramón tenía en la I de Inclán un gesto personal: bajaba y bajaba como un muelle hasta el final de abajo de la página. "Paguémelo como quiera, me dijo, pero sería tan bonito que lo tuviera usted" Se lo compré: era un Romance de Lobos. Se perdió tontamente: en mi primer (y único divorcio) salí de casa con una bolsa de ropa y otra de libros: no más de veinte. Paré el coche en un café a pensar lo que hacer y al salir por las ventanas rotas me habían dejado sin mis dos bolsas de futuro. Mejor así, pensé, ya no tienes nada. Si tenía, dos hijos. Y los tengo. Difícil es que eso se pueda robar. Pero volviendo al librero cuyo nombre, y no lo siento, se ha desvanecido de mi memoria, me enseñaba a buscar libros y autores a los que la guerra civil había condenado a la disolución y al desvanecimeinto: Max Aub, Ciro Bayo, y tantos otros de los que nunca había oído hablar.

Una tarde me mostró este libro de que hablói: "La simulación de lo maravilloso". Nunca lo he leído. Su precio era insignificante. No me interesaba nada de él salvo el cojo pata palo de la portada, apenas un icono, y una marca editorial que me pareció sonoramente hermosa: "Caro Regio". Después supe que este Caro era hermano de Pío Baroja y tío de Julio Caro Baroja, el antropólogo. El cojo era hermoso, atrevido, heróico. Por pequeño que fuera (y es) nunca ha perdido esa energía con la que viene a nosotros a explicarnos su parte del milagro, su simulación maravillosa. En este libro, hojeado, que no leído, los cojos andan, los tullidos saltam, las heridas se curan y los enfermos levitan y santifican. Ahí es nada. Descreido como soy me lo llevé para hacer biblioteca. Ha vivido hasta hoy y no seré capaz de obligarle a abandonar su estante junto a seis tomos de las obras completas de Amado Nervo. Hay libros con los que no se puede, es imposible apartarlos de tu vida. Llevan junto a uno más años que otras muchas cosas y personas. Son amigos de verdad aunque, como a muchos de estos, no les hagamos demasiado caso, lo que a fin de cuentas es un principio básico de la amistad perenne.

No se que fué del libreo, de su mujer, de la libreria. Supongo que una oficina de la Caixa o Mc Donalds o un sex shop. Creo que nadie hoy, a esta hora del sábado se acordara de éllos y me pregunto si no será esta la fracción de eternidad que les correponde. Muerto yo, ¿les recordará alguien?

4 comentarios:

  1. Parece que llueve triste...
    La eternidad es etérea tratándose de recuerdos. Desaprender a desolvidar, una de mis asignaturas pendientes.

    ResponderEliminar
  2. Hay un poema de Celaya, un verso de ese poema que es el Canto por nom llorar que me resulta revelador por lo simple. Dice:
    "Todo pasa. Si algo queda
    por algo será."
    Lo que queda es el desolvido. Te agradezco el descubrimiento de la palabreja. Desolvidar: recuperar del olvido. "Si algo queda, por algo será"
    Desaprender es otra cosa, es recuperar la duda y tirar lo inútil acumulado a lo largo de los años.

    ResponderEliminar
  3. Luis,

    Otro problema añadido: ni siquiera las bibliotecas públicas aceptan donaciones que vayan más allá de los mil libros.. ¡les plantea problemas de almacenamiento!..

    Avanti!!

    Q.-

    ResponderEliminar