No es ninguno de estos balcones, ni siquiera está en esta zona de Madrid, pero la instantánea quedo grabada en la memoria cuando, de paso por Princesa en dirección a la calle Alcalá, vio al hombre que se asomaba al balcón.
Será que este del Prado que ha perdido de vista la ciudad, ha dejado también de lado los reflejos morosos y lentos del que pasea por el bosque consciente de que el tiempo es su única propiedad tangible. Será además que cuando llega a la ciudad, una ciudad tan hermosa como otra cualquiera, muy hermosa, nota en los ojos que les invade la maravilla de un paisaje urbano, sobre todo cuando se trata de uno trasnochado de años atrás, hecho de casas con estilo, de calles insuficientes, y por la tarde de una luz que siempre desde el oeste dibuja con primor las cosas, dorándolas. Las ciudades del este son otra cosa.
Bajaba por Princesa entre el caos de una circulación que se ordena por destellos de los reflejos neuronales. El caos es siempre eso, lo que parece que va a suceder inevitablemente y nunca es, pues siempre hay como en la física de los cuerpos, una repulsión al choque, una fuerza inevitable que deja las cosas como estaban. Más tarde le diría a Gregorio que su vida cambió cuando conoció la Segunda Ley de la Termodinámica y consiguió trasladarla a los sucesos de la vida. Todo lo que es caos tiende a la locura y sin embargo ésta no llega. Por esta razón, cuando alcanzó a ver el balcón con las puertas de la vivienda abiertas y al hombre que en mangas de camisa allí estaba, volvió la cara dejando de mirar al coche de delante y alcanzó a ver como aquel, tranquilamente, en mangas de camisa, encendía un cigarrillo y se acodaba en la baranda de hierro, para mirar lo que sucedía abajo. Tranquilamente fumaba mientras el mundo se movía. Ver como el mundo se mueve y estar plantado en un observatorio, al atardecer, con un cigarrillo, probablemente perjudique la salud, pero es tan sano...
Tiene razón Gregorio cuando afirma que su amistad es tal que si fuera de toda la vida. Recorriendo la exposición de Bacon en el Prado, minutos después, sobre el caos de esa pintura "infinita" sobrevolaba la apacible calma del hombre en el balcón. Hacía tanto tiempo que no veía esa escena, que se dejó sorprender por un gesto que venía del pasado. Los bermellones del pintor inglés, su magisterio al plasmar el fugaz cuerpo humano, su metódica construcción del movimiento, invitaban a pensar en un creador capaz de mirar y mirar, de aprender del gesto el instante esencial y del entorno el espacio más puro. Igual que si asomado e un balcón en Tánger o en Londres fuera bosquejando en su mente las formas y colores de un nuevo lienzo por crear todavía.
El espectador es capaz de hacer arte de una visión personal, y emocionarse. Lo mismo que de una instantánea que la premura del tráfico le impidió plasmar en su cámara portátil. Lo mismo que de una charla de tres horas y una despedida hasta no se sabe cuando.